No es mi intención ponerme académico ni belicoso, pero, con frecuencia, considero que sólo existen dos tipos de Poesía: la que me emociona y la que no me emociona. Únicamente, la primera consigue que mi mundo se tambalee, que la cordura pierda terreno paulatinamente entre mis costumbres más frecuentadas. Amo esa Poesía que nace para contarnos las cosas cotidianas con un lenguaje cotidiano, la poesía que nos habla de las personas que se cruzan con nosotros por la calle, personas que nos anteceden o nos suceden en las esperas de cada día. Cómo no voy a emocionarme si yo también debí ser tan pobre como lo fue José Pastor, tan pobres que ambos aprendimos a nadar / en un río / donde el agua nos llegaba a los tobillos, si yo también me acodé en las mismas barras donde él debió acodarse y puede, también, que terminase amando a las mismas mujeres que sólo aman quienes han elegido libremente convivir con la derrota.
Una vez escribí en alguna parte, que Pastor nos desnuda con sus versos desnudos, versos carentes de vestiduras que se presentan desguarnecidos ante el lector, un lector que se enfrenta, de este modo, a una realidad sin edulcorantes, sin ánimo de corrección. Esa es la Poesía que me interesa, la Poesía de Cuaderno de veredas, porque mi memoria no entiende de fantasías aunque las acepte y -¡qué demonios!- el recuerdo se parece a esa botella que apuraré / cuando te hayas marchado, una botella que alguien debería ofrecernos de vez en cuando, porque ese trago, aunque amargo, nos puede salvar el pellejo.
Créanme: hubo un tiempo en que todas las leyendas debieron ser verdad y, por eso, leer estos poemas de José Pastor me parece un sueño del que sólo podré escapar al cerrar su libro, pues ya nos desliza el poeta, entre versos, con la sabiduría de quien se ha levantado muchas veces, que al despertar / sólo queda el polvo del camino en mis huesos / en mis desgastadas botas / y en el recuerdo.
Trackbacks/Pingbacks