Andreu Nin

BREVE ESBOZO DE ANDRÉS NIN, por Ignacio Iglesias

Andrés Nin (1892) perteneció a una generación que podemos situar, un poco arbitrariamente, en 1917 -el año de la gran huelga general que sacudió todo el ámbito español-, a la que también pertenecieron, aunque con algunas diferencias de edad, Largo Caballero (1869), el más veterano, Manuel Llaneza (1879), Ángel Pestaña (1881), Manuel Buenacasa (1886), Juan Peiró (1887), Salvador Seguí (1890) y Joaquín Maurín (1896), el más joven, entre otros. Hombres de acción y de organización todos ellos, con la común particularidad de que procedían del movimiento sindical. Habían sucedido a la generación pionera de los Anselmo Lorenzo (1841), Pablo Iglesias (1850), García Quejido (1856), Jaime Vera (1859), Ricardo Mella (1861 ), etc., que habían sentado las bases, dificultosamente, del movimiento obrero español. La generación de Nin prolongó la labor organizativa de la anterior, pero dándole un mayor impulso revolucionario.

Cada generación, como es sabido, representa una cierta actitud vital. La actitud de esa generación de dirigentes obreros del 17 fue, en general, la de la lucha contra una Monarquía que había hecho entrar a España en el siglo XX arrastrando todos los viejos problemas, agravados aún más a causa de la pérdida de las últimas colonias del viejo Imperio. Mientras desde la segunda mitad del siglo XIX la Europa occidental se industrializaba, España era teatro de pronunciamientos y de guerras carlistas. La Restauración ofreció un panorama fantasmagórico y los partidos que impuso, el liberal y el conservador, domesticados por el monarca, se turnaban en el gobierno del país, aplazando sine die las respuestas a los graves problemas planteados. Contra el ambiente imperante, espectáculo de toros, sainetes y chabacanería, se alzó decidido el movimiento obrero organizado, no obstante su relativa debilidad orgánica.

También los intelectuales más notorios de la época elevaron su voz contra tal estado de cosas. «Esta que creíamos una nación de bronce ha resultado ser una caña hueca», escribió Costa. «Atraviesa la sociedad española -afirmó Unamuno- honda crisis; hay en su seno reajustes últimos, vivaz trasiego de elementos, hervor de descomposiciones y recombinaciones, y por fuera un desesperante marasmo». Azorín, por su parte, dijo: «Pensemos en nuestras campiñas yermas, en nuestros pueblos tristes y miserables, en nuestros labradores atosigados por la usura y la rutina, en nuestros municipios explotados y saqueados, en nuestros gobiernos formados por hombres ineptos y venales, en nuestro Parlamento atiborrado de vividores; pensemos en esta enorme tristeza de España…». Baroja no fue menos contundente en el diagnóstico: «Éramos, para la mayoría, una excepción desagradable de la civilización europea. En las esferas oficiales de España reinaba por entonces la cuquería más refinada. Había una oligarquía de políticos, oligarquía de apetitos, de petulancia y, sobre todo, de vanidad, que miraba al Estado como a una finca». Valle Inclán sentencia, a través de uno de los personajes de Luces de bohemia: «España es una deformación grotesca de la civilización europea».

Mas lo cierto es que esta actitud de los escritores de la generación del 98, procedentes todos de familias medioburguesas, no pasó de ser mero radicalismo verbal, algo puramente retórico. A fin de cuentas se limitaron a hacer literatura, sin el menor entronque, porque no supieron o no quisieron, con las fuerzas vivas del pueblo, políticas y sindicales. Se mantuvieron, pues, ajenos a la hostilidad popular existente contra el aparato estatal, contra el gobierno y contra el monarca. Algo semejante ocurrió con los republicanos y los catalanistas, que habían convocado una reunión de parlamentarios en Barcelona, en julio de 1917, al objeto de obtener un cambio político pacífico, por vía constitucional, que impidiera la intervención de la clase obrera: fue suficiente la presencia de la fuerza pública para que esa asamblea se disolviera como un azucarillo en el agua. Frente al gobierno reaccionario ya la Monarquía, sólo quedaron los trabajadores: el 13 de agosto de ese mismo año, el Partido Socialista y la UGT, a los que se sumó la CNT, declararon la huelga general, duramente reprimida. Una vez más se puso de manifiesto la defección de los políticos republicanos y catalanistas. Los obreros supieron que únicamente podían contar con sus propias fuerzas. Tal fue igualmente la conclusión de Nin y de la mayor parte de su generación.

Andrés Nin nació el 4 de febrero de 1892, en Vendrell -donde unos años antes vino al mundo el gran violoncelista Pablo Casals-, pequeña población tarraconense eminentemente campesina. Por su partida de bautismo sabemos que su padre era zapatero, su abuelo paterno alpargatero y su abuelo materno también zapatero. Tratábase, pues, de una familia de modestos artesanos de la alpargatería y de la zapatería. Pero su padrino, hermano de su padre, era médico, lo que evidencia el interés del abuelo alpargatero por lograr que uno de sus hijos, sin duda el mayor, escapara a la insignificante condición de su oficio, al igual que lo tuvo el padre zapatero de Andrés, al esforzarse en que su hijo se hiciera maestro de escuela. Porque, en efecto, Nin estudió Magisterio elemental en el Instituto de la capital, Tarragona, hasta que en 1910, a los 18 años, se trasladó a Barcelona para llevar a cabo sus estudios de Magisterio superior en la Normal.

Sin la menor duda Nin no fue un estudiante apacible e indiferente a los problemas políticos. La prueba es que inició sus actividades políticas muy joven. Militó primero -entre los 17 y los 18 años- en el catalanismo republicano, cuya estrechez de miras le condujo muy pronto a la insatisfacción ya buscar más amplio horizonte de lucha en la Agrupación Socialista de Barcelona. Pero en el PS tropezó con una total indiferencia hacia el problema catalán y con un impenitente reformismo, contra los que combatió formando parte del sector de izquierda de la organización. Consideró entonces que el sindicalismo revolucionario resultaba la única corriente de la clase obrera dispuesta a una radical acción revolucionaria, por lo que ingresó en la CNT, a la que perteneció varios años, precisamente cuando ésta atravesó sus momentos más difíciles, al tener que enfrentarse al terrorismo alimentado por la patronal catalana con la anuencia de los gobiernos conservadores de Madrid. Incluso fue durante unos cuantos meses su secretario general (1).

La creciente imposición de los anarquistas en los órganos dirigentes de la CNT, opuestos dogmáticamente a cuantos eran partidarios de un sindicalismo revolucionario liberado del ciego mesianismo ácrata -no sólo Nin, Maurín y otros, sino igualmente Salvador Seguí, Boal, Peiró, etc.-, condujo a la organización cenetista a una paulatina y profunda depresión. El grupo anarquista, que pocos años después crearía la FAI, acabó por triunfar y hacer triunfar en la CNT su utopismo antiestatal y antipolítico, basado en una acción directa y permanente, que se creía capaz, a fuerza de un ciego voluntarismo, de imponer de la noche a la mañana el comunismo libertario, que por lo visto surgiría como Venus de la espuma del mar. Se lanzó, por tanto, a la práctica de un apoliticismo intransigente tan desesperado como estéril, en el que predominaba el entusiasmo delirante y la loca impaciencia. El resultado fue la pérdida para la CNT de valiosos elementos y también la incapacidad en que se halló, en septiembre de 1923, para oponerse seriamente a la implantación de la dictadura del general Primo de Rivera. Su crisis duró hasta 1931, año de la proclamación de la República, cuando renació de sus cenizas como el ave Fénix.

Coincide este proceso con la consolidación, tras una dura guerra civil, de la revolución rusa. Una nueva y luminosa aurora parecía surgir en el Este, mas esta vez la vieja utopía igualitaria se presentaba materializada en hechos concretos. Ya no se trataba de sueños, sino de realidades. En esos primeros tiempos, el entusiasmo provocado por la conquista del poder lograda por los bolcheviques se extendió por todos los sectores del movimiento obrero, incluso entre los anarquistas y mucho más entre los militantes del sindicalismo revolucionario. La revolución rusa fue importante tema de debate en el Congreso de la CNT celebrado en Madrid, en 1919, en el cual se enfrentaron los ácratas, que consideraban que aquélla no era su revolución por estar dirigida por un partido político -posición defendida por Eleuterio Quintanilla-, y los sindicalistas revolucionarios encabezados por Salvador Seguí, el cual estimaba que lo expuesto por Quintanilla era en líneas generales justo, pero no obstante era necesario ingresar en la III Internacional, ya que así lo exigía la realidad del momento para evitar quedar aislados de los trabajadores del resto del mundo. La moción aprobada no pasó de ser una síntesis de ambas posturas: la CNT se declaró defensora de los principios antiestatales propagados por Bakunin y, a continuación, decidió adherirse provisionalmente a la III Internacional.

Nin asistió a ese histórico Congreso, en representación del Sindicato de Profesiones Liberales de Barcelona.Había abandonado el Partido Socialista poco antes, si bien militaba en la CNT desde hacía un par de años. Se siente entonces profunda y sinceramente sindicalista, muy próximo a las posiciones defendidas en el seno de la organización cenetista por Salvador Seguí. Así, no es casual que en dicho Congreso no comparta los conceptos vertidos en el mismo por Hilarlo Arlandís, fervoroso partidario de Moscú; más bien se sitúa en el estricto terreno del sindicalismo revolucionarlo, lo que le incita a proclamar, refiriéndose al tema de la revolución rusa: «Mi pensamiento ha sido expresado, en parte por el compañero Quintanilla, y en parte por el compañero Seguí». O sea, creemos, que participaba en la desconfianza del primero y en el realismo del segundo. Este realismo le conduce a expresarse así ante los congresistas: «Yo soy un fanático de la acción, de la revolución; creo en los actos más que en las ideologías lejanas y en las cuestiones abstractas. Soy un admirador de la revolución rusa porque ella es una realidad. Soy partidario de la III Internacional porque ella es una realidad, porque por encima de las ideologías representa un principio de acción…».

Mantuvo esas posiciones hasta 1922, poco más o menos. Formó parte de la delegación de la CNT que asistió, en junio de 1921, al Congreso constitutivo de la Internacional Sindical Roja y al III Congreso de la Internacional Comunista. Según testimonio de Víctor Serge, que también participó en esos dos Congresos, Nin le afirmó entonces que no era anarquista, sino rigurosamente sindicalista. Empero, con otros miembros de la delegación confederal hizo gestiones a favor de los anarquistas rusos encarcelados. Y cuando los anarquistas españoles, violando manifiestamente los acuerdos del Congreso de la CNT de 1919, lograron en junio de 1922 -aprovechándose de la circunstancia de que Nin se encontraba en la Unión Soviética y Maurín, su substituto provisional en la Secretaría General, estaba encarcelado- que una Conferencia nacional, convocada en Zaragoza, retirara la adhesión a la III Internacional, el grupo formado por Nin, Maurín, Arlandís e Ibáñez -es decir, los que integraron la delegación que el año anterior había ido a Moscú-, se vio obligado a situarse en la oposición a la nueva dirección confederal, o sea al grupo anarquista, creando para ello los Comités sindicalistas revolucionarios. Ninguno de ellos, pues, era o se consideraba aún comunista. Nin, establecido ya en la URSS, fue designado representante de esos Comités en la Internacional Sindical Roja.

Andrés Nin es el primero de dicho grupo que da el definitivo paso al comunismo, sin la menor duda a causa de la nueva circunstancia en que se encuentra: su estancia duradera en Moscú (Maurín, por ejemplo, ingresó en el Partido Comunista de España dos años después, en 1924). En aquellos tiempos de lucha heroica, la Unión Soviética aparecía como el crisol de la revolución mundial, escenario además de experiencias de toda índole totalmente inéditas. Un hombre de acendrado entusiasmo como Nin no podía permanecer indiferente ante tanto fervor, tanta energía y tanto altruismo, acompañado todo de cierto frenesí, de una acusada impaciencia por cambiar el mundo. ¿Cómo no compartir la labor de aquellos militantes bolcheviques, simples, impersonales, desprendidos, decididos a superar todos los obstáculos para alcanzar la nueva sociedad socialista? Cierto que hubo la clara advertencia de la rebelión de los marinos de Cronstadt, pero asimismo la implantación de la NEP, que supuso un respiro en las dificultades económicas que atravesaba el país. El gran escritor que fue Víctor Serge, en su obra Memorias de un revolucionario, describió magistralmente aquel período de extrema penuria y de sublime entusiasmo.

Pronto se vio Nin envuelto en la lucha de tendencias que se avivó en el PC soviético tras la muerte de Lenin, lo cual evidencia que su vida en la URSS y su labor en la dirección de la Internacional Sindical Roja, aliado de su secretario general, Lozoski, no fue ni mucho menos la de un burócrata -ni siquiera la de un revolucionario burócrata o un burócrata revolucionario-, sino la de un militante abierto al mundo -en particular a la Europa meridional ya Hispanoamérica- y en modo alguno ajeno o sordo a los problemas que sacudían a la Unión Soviética ya su partido dirigente. Al principio compartió las posiciones políticas de Bujarin, mas pronto se separó de él a causa de sus vacilaciones y de su pronta alianza con el triunvirato Stalin- Zinoviev-Kamenev. A partir de 1926 se une a la oposición trotskista, de cuya dirección formó parte junto con su amigo Víctor Serge. Sus actividades oposicionistas le acarrearon la pérdida de su puesto en la Internacional Sindical Roja, su apartamiento del sóviet de Moscú y, por último, su expulsión del partido. Empero, se mantiene firme en sus convicciones. Únicamente su status de extranjero le salvó de la prisión o del destierro siberiano. La liquidación práctica de la oposición trotskista, gracias al encarcelamiento, al encierro en los campos de concentración y al asesinato, hizo que Nin llegara a la conclusión de que su permanencia en la URSS resultaba insostenible e inútil. Pidió la salida del país y al fin la obtuvo.

Cuando Andrés Nin regresa a España, en septiembre de 1930, es ya otro, aunque continúe siendo, grosso modo, el mismo de siempre. El de siempre porque mantenía incólume su fervor revolucionario, su fidelidad a la clase trabajadora; en una palabra, su autenticidad mantenida a través de las distintas circunstancias históricas en que vivió y se movió. Mas es ya otro porque en esos nueve años que pasó en la Unión Soviética alcanzó su plena madurez intelectual, al propio tiempo que adquirió una gran experiencia revolucionaria, pues desde la atalaya moscovita pudo abarcar su mirada los innumerables aspectos de la situación internacional, más concretamente de las realidades internacionales. Aprovechó la ocasión que le deparó su estancia en la URSS para ampliar y profundizar sus conocimientos. Así, junto con el estudio de los maestros del marxismo, se inició en el conocimiento de la rica literatura rusa, desde los clásicos Puschkin, Gogol, Turgueniev, Dostoievski, Tolstoi y Chejov, hasta los nuevos o novísimos Block, Pasternak, Bulgakov, Babel, Pilniak y Esenin. Llegó, por tanto, a Barcelona, a los treinta y ocho años, con un buen bagaje teórico y un apreciable nivel intelectual.

Y llegó igualmente en un momento en que España entra en un convulsivo período revolucionario, iniciado con la caída de la dictadura del general Primo de Rivera, acaecida unos meses antes. El breve intermedio representado por el gobierno Berenguer y el presidido por el almirante Aznar, que le sucedió, no fue otra cosa que un último intento de salvar la Monarquía; ésta finalizó con las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, que trajeron la República. Fueron unos meses repletos de acontecimientos, de una intensa actividad política, de movimientos huelguísticos, sobresaliendo una huelga general en diciembre de 1930, que siguió a la abortada sublevación en Jaca de un grupo de militares republicanos. La CNT resurgió impetuosa, la UGT y el PS aparecían sólidamente implantados, siendo así que en tan excepcional momento los comunistas no contaban para nada y además se encontraban divididos en varios grupos, empeñados en combatirse entre sí y de espaldas a la realidad imperante. En esa situación trascendental, Nin se ve imposibilitado de dar expresión adecuada a su pensamiento, a causa de la relativa soledad en que se halla: cuenta sólo con un reducidísimo número de partidarios, no dispone de órgano de expresión alguno -salvo una pequeña revista que ve la luz en mayo de 1931-, sus llamamientos a la unidad comunista caen en el vacío y sus puntos de vista respecto a la revolución española que se inicia encuentran prácticamente muy poco eco.

Otro obstáculo mayor frena sus posibilidades en el terreno político: la carencia absoluta de medios económicos. No se le ofrece otro camino, para ganar día a día su sustento y el de su familia -su esposa y dos hijas-, que dedicarse a las traducciones del ruso al castellano y al catalán, trabajo ingrato, absorbente y en general poco pagado, amén de algún que otro encargo de artículo o folleto (2). Si a esto se agrega el tener que atender las actividades internas de su pequeño grupo trotskista y a mantener, por ende, una asidua correspondencia con sus compañeros de los distintos lugares de la geografía española, así como con Trotski y otros camaradas europeos, se explica que no le quedara tiempo para dedicarlo a tareas de mayor fuste, como estaba en condiciones intelectuales de poder hacerlo: profundizar en los seculares problemas de España, estudiar debidamente la nueva situación creada como consecuencia de la desviación sufrida por la Unión Soviética y por el movimiento comunista bajo la égida de Stalin, a enriquecer, en suma, el marxismo en nuestro país, de siempre canijo y pobre. Tuvo, por desgracia, que robar tiempo al tiempo y limitarse a meras tareas de divulgación, mediante artículos y conferencias.

A todo esto es necesario agregar que continuaba gravitando sobre él, nolens volens, la gran influencia de la revolución rusa y del leninismo, (3) acompañada de su fidelidad a Trotski, empeñado éste en aplicar en España la calcomanía del bolchevismo, con las mismas ideas, conceptos y esquemas con los que éste llevó a cabo la conquista del poder en octubre de 1917. Su exigencia primero era organizar la oposición trotskista, condición, según él, indispensable para «dar una orientación justa y fijar una política exacta en las condiciones revolucionarias de España». Y cuando Nin le arguye que «a esta gente, a la que hay que enseñarle las primeras nociones del comunismo, no se puede comenzar por hacerle la propaganda de la Oposición», le responde perentoriamente que «aunque la Oposición de izquierda sea débil, si toma la iniciativa de plantear las cuestiones políticas y organizativas de la revolución, podría ocupar en un cierto lapso de tiempo una situación dirigente en el movimiento». Para Trotski, querer es poder. Pero lo cierto es que la táctica que impuso a los trotskistas españoles fue provocando poco a poco importantes diferencias que se profundizaron con el tiempo y acabaron en una ruptura definitiva, en septiembre de 1934. Ya año y medio antes, Trotski confesó: «Mi correspondencia con el camarada Nin, que dura desde hace dos años y medio, no fue otra cosa que una polémica constante…». Enjaulado en su dogmatismo y enfurruñado porque Nin no se prestaba a desempeñar el papel de simple acólito, Trotski se dedicó a polemizar dando palos de ciego. Esta dogmática actitud hizo que, en última instancia, Nin se desligara de los lazos políticos y sentimentales que le ataban a Trotski desde hacía bastantes años.

Su ruptura definitiva con Trotski y sobre todos los epítetos que éste le lanzó -«centrista», «menchevique», «desviacionista», etc.- a lo largo de una correspondencia que finalizó en agria polémica, no dejó de herir a Nin en lo más hondo de su sensibilidad. No en vano se cerraba una etapa de estrecha colaboración, iniciada en Moscú años antes. Nin había considerado a Trotski como su jefe político y como un amigo, del que fue fiel seguidor hasta su regreso a Barcelona, en 1930. A partir de entonces, no obstante su devoción por el fundador del Ejército Rojo, al encararse con las realidades de España, con las características particulares de su movimiento obrero -la fortaleza del anarquismo, la gran influencia de los socialistas y la práctica inexistencia de los comunistas-, se iniciaron las divergencias. El objetivo de Trotski, repetimos, era la creación de un grupo trotskista que debería actuar como fracción en el seno del PC, al que había que considerar como su propio partido, para lograr hacerle cambiar de política merced a una nueva dirección «leninista», es decir, la misma política que los trotskistas llevaban a cabo en la URSS. A pesar de las reticencias de Nin y sus camaradas, así se hizo, con resultados nulos, como era fácil prever. Al fin y al cabo, ni Nin ni nadie podía obtener el cuadrado redondo que Trotski exigía.

La agresión verbal, fruto de la exacerbación de su iracundia, se acrecentó al constituirse el POUM, fruto de la fusión del Bloque de Maurín y de la Izquierda Comunista dirigida por Nin. Para Trotski tratábase de un partido «centrista de derechas», «oportunista», o sea la terminología empleada por los bolcheviques y heredada por los trotskistas. Según él, la participación del POUM en el Frente Popular con vistas a las elecciones de febrero de 1936, no fue sólo un error, sino «un acto de traición»; los dirigentes poumistas «Maurín-Nin-Andrade […] se han convertido simplemente en la cola de la burguesía de izquierda». Finaliza su anatema con estas líneas pseudoproféticas: «¡En España se hallarán sin duda alguna verdaderos revolucionarios que desenmascararán implacablemente la traición de Maurín, Nin, Andrade y consortes y establecerán los cimientos de una sección española de la IV Internacional!» Dos meses después, en abril, repite el mismo estribillo: «La acción marxista en España comienza por la condena implacable de toda la política de Andrés Nin y de Andrade, que era y sigue siendo no solamente falsa, sino criminal.» Kurt Landau, un marxista austríaco colaborador del POUM y asesinado en Barcelona, en 1937 , por la KGB rusa, comentó: «Se imagina fácilmente de qué medios se serviría Trotski si dispusiera del poder, y no sólo de una pluma».

Ni siquiera la guerra civil y la situación dificilísima en que pronto se halló el POUM, enfrentado políticamente al resto de las organizaciones y blanco además de los calumniosos ataques de los comunistas, apaciguó el resentimiento de Trotski hacia sus antiguos camaradas, culpables de no haber acatado sus consignas. A la semana escasa de haberse producido la sublevación franquista, cuando apenas había cesado la lucha en las calles de Madrid y Barcelona, Trotski escribe estas líneas insólitas: «Se discierne hoy con mayor claridad el crimen que han cometido a principios de año los dirigentes del POUM, Maurín y Nin. Cualquier obrero que reflexione puede preguntarles, y les preguntará: ¿No habéis previsto nada?». Y meses después del triunfo del general Franco, todavía insistía, refiriéndose al POUM: «Pero fue ese partido precisamente el que desempeñó un papel nefasto en el desarrollo de la revolución española. No llegó a ser un partido de masas porque para lograr tal cosa era necesario antes derribar a los antiguos partidos y porque sólo era posible derribarlos mediante una lucha irreconciliable, una denuncia implacable de su carácter burgués. Sin embargo, el POUM, al mismo tiempo que criticaba a los antiguos partidos, se subordinaba a ellos en todas las cuestiones fundamentales». Tal persistencia en su animosidad contra el POUM y su ceguera política, continúan siendo con el paso de los años algo de veras increíble. No obstante, salta a la vista que estaba situado a no pocos años luz de las realidades españolas.

Quizás uno de los hechos que en el fondo irritaron a Trotski fue el que Nin, después de dejar de discutir por correspondencia con él, en 1932, jamás entró en el juego de la polémica, que tanto agradaba a su antiguo jefe político. Esta actitud de Nin, compartida por todos sus camaradas, se debía sin la menor duda al respeto que aún le conservaba y al firme deseo de no ahondar más las diferencias. Lo menos que puede decirse es que Nin no fue pagado con la misma moneda. ¿Qué pensaría, qué dolorosos sentimientos le embargarían si hubiera podido leer lo que Trotski continuó escribiendo sobre él, después de haber sido torturado y asesinado por los esbirros de Stalin? Impertérrito, como si no le hubiera conmocionado tan trágico destino, continuó afirmando: «Hemos criticado abiertamente a Nin en vida; no cambiaremos nuestra apreciación respecto a él después de su muerte». Andrés Nin, sentenció en abril de 1939, «jugaba a la revolución, era sincero pero su mentalidad era la de un menchevique», y en julio del mismo año: «Era un discípulo de Martov y no de Lenin». Trotski repetía el clásico anatema de los bolcheviques contra sus discrepantes.

No obstante las distintas facetas de su vida de militante -el catalanismo republicano, el Partido Socialista, el sindicalismo revolucionario, el comunismo de la III Internacional, el trotskismo y finalmente el POUM-, la consecuencia política presidió en todo momento sus actos. A fin de cuentas, la vida es multiformidad, cambio, desarrollo; no es una línea recta que se inicia al nacer y acaba con la muerte. Por eso no puede hablarse de versatilidad en su caso. Además, jamás buscó medro alguno y el desinterés total fue la norma de su conducta. A lo largo de su existencia, ¡ay!, muy breve, fue consecuente con sus ideales primerizos: los inherentes a la justicia social ya la lucha por un mundo mejor. Encarnó, pues, como el que más, la probidad generosa, la sinceridad lúcida y fraternal, habiendo sabido conservar al correr de los años y de las más duras luchas, en la bonanza como en la adversidad, el entusiasmo y la sensibilidad que anidó en él ya desde su mocedad. No fue un intelectual «metido» a revolucionario, sino más bien un revolucionario que por su cultura, por sus dotes de escritor y orador, puede y debe ser considerado asimismo como un intelectual. En suma, resultó la suya una vida ejemplar, aunque no haya logrado los fines que se propuso, cual ha acontecido a los grandes revolucionarios que figuran en las páginas de la historia del movimiento obrero. Por tanto, nada más alejado de la verdad que aquella torpe insistencia de Trotski en presentar a Nin como un sempiterno comodón. Un ejemplo entre otros más: «Nin estaba preocupado por la independencia de la sección española, es decir, de su propia pasividad, de su pequeña tranquilidad política; no quería que acontecimientos importantes vinieran a perturbar su actividad crítica de diletante.» Vale la pena señalar la fecha: 16 de julio de 1936.

Andrés Nin desapareció para siempre en 1937, en la fuerza de la edad y en la plenitud de su clara inteligencia, merced a un infamante e imperdonable crimen, por haber defendido siempre sus ideales y, sobre todo, por haberse enfrentado a ese monstruo frío y asesino que fue el estalinismo. La prensa mercenaria al servicio de Stalin, la del mundo entero, la de todos los países y en todas las lenguas, en primer lugar la dependiente del PCE y del PSUC, se encarnizó despiadadamente con Nin, difamando su memoria. No bastó con haberle hecho desaparecer físicamente, sino que aún intentaron matarle una segunda vez, ensuciándole merced a calumnias inauditas. A las nuevas generaciones españolas les resultará inconcebible el que haya podido escribirse en la prensa de dichos partidos que Nin se había fugado de su prisión con la ayuda de la Gestapo alemana y se encontraba en Salamanca paseando del brazo de Franco. Y sin embargo todo eso figura, negro sobre blanco, en las páginas de esos periódicos de aquel triste período. Cualquier espíritu curioso puede comprobarlo en las hemerotecas.

Notas

(1) Cabe poner de manifiesto las contorsiones estilísticas de los anarquistas que historiaron las trayectorias de la CNT con tal de omitir el nombramiento de Nin, en marzo de 1921, como secretario del Comité Nacional de la organización confederal. Véase, por ejemplo, José Peirats en sus dos libros, La CNT en la revolución española (Ediciones Ruedo Ibérico, 1971, vol. I, pág. 30) y Los anarquistas en la guerra civil española{Ediciones Júcar, 1976, pág. 33), Manuel Buenacasa en El movimiento obrero español (Ediciones Júcar, 1977, pág. 81) y Diego Abad de Santillán en su obra en tres volúmenes Contribución a la historia del movimiento obrero español (Editorial Cajica, 1962, vol. II, pág. 243). Asimismo, nuestros tres “libertarios” se refieren al asesinato del cenetista Canela por los terroristas de la patronal, pero se callan el hecho fundamental de que Canela se hallaba en compañía de Nin y que el atentado iba dirigido en realidad contra este último, que salió ileso por puro azar.

(2) Verbi gratia, el librito Manchuria y el imperialismo, que le encargó y publicó en 1932 una editorial valenciana. Por cierto que un historiador catalán reprochó a Nin, bastantes años después, en la revista Taula de Canvi, el que éste perdiera su tiempo ocupándose de Manchuria -¡tan lejana!- en un momento en que el Parlamento republicano debatía la reforma agraria. ¿Ignorancia o mala fe? Si ese señor se hubiera molestado en ojear la prensa de entonces, comprobaría que los acontecimientos en el Extremo Oriente suscitaban un gran interés en España y en el mundo entero.

(3) Esa influencia es fácil de discernir en sus escritos, en particular en sus dos libros principales: Las dictaduras de nuestro tiempo (1930) y Los movimientos de liberación nacional (1935). Verdad es que la influencia de la revolución rusa en general y del leninismo en particular se halla también en todos o casi todos los disidentes comunistas del mundo entero; tal vez más en Nin, pues no en vano había «mamado» el bolchevismo durante sus años en la URSS. [Nota del editor: Los párrafos siguientes no figuran incluidos en el folleto publicado en 1993]. En la hora actual, después del derrumbamiento de los regímenes comunistas del este y del estrepitoso fracaso de la economía soviética, amén del impetuoso resurgimiento de los movimientos nacionalistas en las distintas Repúblicas que constituían la URSS, nos es fácil colegir todo cuanto había de puro espejismo en la revolución rusa y en el leninismo. Pero Nin, desaparecido hace ya más de medio siglo, no pudo asistir, como asistimos nosotros, al veredicto que la Historia acaba de dictar. Fue, en última instancia, prisionero de su modo de ver y de pensar que correspondían a su tiempo y a su generación.

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