Con lenguaje amable, No sabréis nunca dice cosas tremendas, Auschwitz y Mauthaussen, el fascismo que corroe las arterias sociales de modo sibilino hasta pervertir la democracia en una atracción de feria temática. ¿Y quiénes son los turistas en busca de veleidades disonantes? Los electores transformados en hinchas de un mero procedimiento administrativo o burocrático.

Manel Barriere Figueroa pone énfasis en la recuperación de la memoria histórica, tanto en su vertiente íntima como colectiva, que no es solo la cruda y cruenta realidad sino la conciencia de un relato veraz que nos muestre a las personas en su desnudez existencial de seres humanos dispuestos para la acción, con sus sueños y sus frustraciones, con sus errores y circunstancias individuales.

Se advierte que el autor es montador de cine, transformando su manejo de la tijera poética o moviola narrativa en arte y oficio responsable y comprometido con la verdad muda de los oprimidos. La estructura del texto, su discurrir elegante, anclada en secuencias psicológicas evidentes, a la manera de impulsos de la voluntad creadora, puede visitarse ad libitum, recordando vagamente al mejor Cortázar de Rayuela. Cada persona lectora que se asome a la obra puede confeccionar a su gusto la propia película del libro. No hay memoria lineal y encorsetada; la memoria siempre deviene en construcción infinita.

Los avatares vitales permiten alteraciones constantes en nuestro modo de percibirnos y de entender la realidad política y social. Nada está dicho definitivamente. En ese sentido, la memoria es un campo de batalla permanente, incluso para nuestros adentros más recónditos.

El libro también es un síntoma que va permeando cada palabra, cada frase. Opera como un hilo conductor invisible, probablemente no consciente en la mente del escritor. Esa melancolía que rezuma el trasunto narrativo es quizá el aditamento espiritual de una derrota clamorosa: el neoliberalismo, la posmodernidad y la clausura de los grandes relatos épicos de la izquierda revolucionaria han dejado un poso de tristeza ontológico en las gentes trabajadoras que la única salida viable es sublimar la rebeldía crítica mediante gestos estéticos de progre biempensante y moral, salvando los muebles desde la autocrítica no paralizante.

La militancia actual, ese activismo parcial y voluntarista diseminado en mil pedazos, se nutre de la lucidez de la derrota, de la impotencia democrática en andrajos sublimada en actos puntuales a favor de los inmigrantes, de proclamas feministas iconoclastas, de palestinas míticas, mucha verborrea sostenible y huidas intelectuales teóricas para calmar el yo cuarteado por la deriva del viejo estilo de vida occidental. Nos apropiamos, en suma, de las subjetividades que no son capaces de elevarse a la condición de sujeto por sí mismas, expulsando al subconsciente que nuestro yo también pertenece a un nosotros que precisa objetivarse en protagonista histórico contra el sistema capitalista.

El autor sabe que detrás de su apuesta ética hay un trasfondo inextricable de telarañas ideológicas complejas. Esa pus multicolor amenaza gangrenar a todas las izquierdas que mantienen un alma más o menos revolucionaria en su ideario hoy en stand by, estado que incluye a los libertarios en sus más variadas versiones. El mérito incuestionable de Barriere Figueroa es atreverse, siquiera entre líneas o de forma solapada, a exponer su verdad públicamente y expresar con honradez lo que piensa. Y todo pensamiento es fruto de las condiciones materiales de existencia, valga aquí este trasto técnico de antiguas resonancias, esto es, pensamos lo que comemos, regurgitamos lo que buenamente somos capaces de digerir. Actualmente, también pensamos en precario.

El autor, a la usanza cuentista de Borges y adoptando el credo del filósofo francés Michel Onfray, nos invita a compartir su cotidianeidad: las afueras madrileñas de una urbanización de clase media-alta, anodina y monótona, bipartidista, pero que su mirada escrutadora descubre poliédrica y conflictiva, un lugar plagado de olvidos interesados y homenajes a los vencedores fascistas del siglo XX.

Todos tenemos que esforzarnos en reescribir la memoria que nos ha legado el fascismo, el nazismo, la supremacía blanca, para que la mayoría silenciosa que nos oprime con su mediocridad a través de voceros de palabra hueca y altisonante haga añicos la indiferencia dolosa del trasunto diario. Y ese fascismo ya está aquí, es presente rabioso, nunca mejor expresado.

A pesar del tono amistoso y del perfume lírico ocasional de No sabréis nunca, en mitad del intimismo acogedor de una mañana de sábado familiar cualquiera, en medio de ese ser que huele a noche plácida, explotan bombas estridentes para sacudirnos la modorra consumista y evanescente de la realidad que nos circunda y modela. Esos artefactos durmientes son la metáfora adecuada para vestirnos raudos y salir a la calle a encontrarnos con otros hechos aislados que de igual manera quieren expatriarse de sus muelles castillos hogareños.

Así, Manel, a estas alturas ya podemos tutearle como uno de los nuestros, escribe: “Siempre. Siempre han preferido una masacre antes que una expropiación.” Se refiere al fascismo, a la oligarquía, a la élite, al régimen capitalista en sus distintas advocaciones históricas. Miremos la Historia; reflexionemos; estamos ante una verdad insoslayable: no hay derecho social, civil o político que no se haya conquistado mediante la lucha colectiva consciente. Y la reacción siempre vuelve. Siempre.

En otro pasaje del texto, Manel habla por la voz de su padre, ya jubilado en su Barcelona natal. “Luchar toda la vida para salir derrotado al final.” Terrible sentencia, conmovedora, terminante. Pero ahora con el movimiento obrero hecho trizas, con la quietud sindical como agente garante y empotrado en el sistema, sin señuelos ideológicos ni utopía donde inspirarse. El sentido de la vida magullado por enésimas batallas que hizo del trabajo extenuante su santo y seña para soñar con un ascensor social plagado de quimeras electrónicas y un retiro hacia la molicie obligada. Antes el trabajo asfixiante como antesala del progreso, hoy el éxito como meta que jamás concluye, siempre la duda existencial, el calor agridulce e híbrido de la derrota.

En otro capítulo hallamos un concepto inquietante, el lager como herramienta tecnológica (lo expuso más detalladamente Zygmunt Bauman) para transmutar a las personas en meros cuerpos listos para el sufrimiento. Eso fue el nazismo. Eso es, a otra escala, el capitalismo: explotación laboral, cuerpos heridos, consumidores pasivos de fruslerías y emociones vacías. Cuerpos, en definitiva, sobre los que se percute la opresión directa, a veces sordamente, otras a lo bruto, sobre indigentes, mujeres, africanos y asiáticos, el lumpen de los arrabales capitalistas.

Los vencedores, los que escriben la Historia, los que dan perfil y sustento intelectual al relato académico y popular, como dijeran, entre otros, Voltaire y Michael Parenti, nunca asumen sus propias responsabilidades, exonerando sus delitos de lesa humanidad bajo palio del perdón religioso. Véase la Santa Sede y sus acólitos conmilitones, PP y Vox, por ejemplo, en estos lares ibéricos.

Habitamos tiempos de paz sin justicia, como asimismo se recoge en el libro, un interregno de guerras de baja intensidad para transformar las ruinas de la contienda en nuevos y pingües beneficios para el capital hegemónico. La democracia neoliberal necesita el caos (Naomi Klein) para seguir imponiendo otra era de dominio absoluto. Democracia o fascismo son instrumentos igualmente válidos según las circunstancias de cada momento.

A ciencia cierta, nunca sabemos si el futuro existe. Hagamos memoria y tomemos posesión crítica del presente. Sin excusas nostálgicas, sabiendo que por estos pagos de la globalización solo somos viejos progres en busca de autor y de una utopía ajada y ya exenta de maquillaje romántico. Entre los escombros de las izquierdas, es todo lo que nos queda: la lucidez melancólica de la derrota, derrota como conciencia de pérdida y como itinerario festivo hacia Ítaca, la Utopía que nos obliga a tener horizontes razonables de un mundo posible y mejor, siguiendo la pista, no repitiendo los caminos trillados como farsa o guarida de irredentos a lo gauche divine, del gran Eduardo Galeano.

PD:

Salvando las distancias del horror sustancial y absoluto, Auschwitz y Mauthaussen aún pululan como virus indetectables en algunos tejidos de la estructura emocional. La mayoría silenciosa es un caldo de cultivo ideal para su propagación sin dejar huellas ostensibles. No archivemos los antídotos contra esa vetusta enfermedad del común. Todavía no, o cuando nos infecte como metástasis ya será muy tarde. Recordemos a Bertolt Brecht: vinieron a por los judíos pero yo no era judío; también vinieron a por los comunistas, pero yo tampoco era comunista… Cuando me tocó el turno, no había nadie más: todos eran esqueletos andantes en el campo de concentración.

Recuperemos la memoria crítica, la voz plural de los derrotados, siendo conscientes de que la última mirada de los gaseados por la sevicia nazi jamás podremos recuperarla (ese instante también está en el libro como ausencia empática de un dolor supremo). Y como dijo una entrevistada de la ex-RDA en los años 70 del pasado siglo para el libro Buenos días, guapa, de Maxie Wander, “hay que poder ponerle cara al crimen.” Perdón y olvido son una matrimonio de conveniencia extremadamente peligroso y voluble para la salud democrática de los tiempos que ahora mismo habitamos en zozobra insulsa de trabajar sin derechos y comprar a lo loco vanas esperanzas de realización personal.

Armando B. Ginés